Las calles se iban oscureciendo, Bolonia, empezaba a iluminarse. El rojo de los tejados cada vez era más oscuro y la música de los bares más alta. Entre tanto y entre plazas, un hombre. – “Setenta y un años”- me comentaba. Ahí estaba, vendiendo fotografías en blanco y negro, en mitad de un mercado de antigüedades en pleno invierno.
“¿Son suyas?, ¿por qué las vende?” me precipité a interrogarle en mi chapucero italiano. “No, son de mis padres, ya muertos.”
Una cantidad infinita de preguntas se sobre amontonaron en mi cabeza, y, como suele pasar en este tipo de casos, me quedé en blanco. Perpleja, observé.Y, poco después, un “¿por qué? ¿No son para usted un recuerdo?” Salió de mi boca inconscientemente.
“Después de la muerte no hay nada. Excepto el recuerdo que queda en los corazones de nuestros seres queridos. Mi padre era un humilde y pobre fotógrafo, se pasó su vida capturando momentos. Contaba su vida en imágenes, hasta que murió mi madre, nunca más volvió a tocar una cámara. Decía que sin ella le daba igual que el tiempo pasase rápido. Yo vendo cada uno de esos instantes para dar la oportunidad a otros de revivirlo. Llevaba media vida pensando que el mundo para mi padre se reducía a la fotografía. Me equivoqué, se resumía en: amor.”
El padre de aquel hombre había sido capaz de congelar el tiempo, pero, sin alguien con quien compartirlo, no tenía necesidad.
Sin duda, una historia curiosa. Me preguntaba quién y qué tipo de persona compraría unas viejas fotos en blanco y negro. Sin embargo, nadie se acercó.
Eran las cinco y las farolas se acababan de iluminar. Aquella tarde recorrí toda la ciudad. Capturé cada rincón, fuente, ambiente y persona. Cada olor, sensación y poema.
Sin la necesidad de sacar la cámara de la mochila.
Acababa de comprender el arte de la fotografía.
Pero, sobre todo, había entendido el verdadero sentido de la vida.