Fue en el último momento cuando decidió no coger el avión. Cuatro años más tarde recorría la ciudad soñando con lo que pudo ser y, en cambio, no fue.
-Me eché novio y decidí quedarme en Madrid.
Nos contaba a tres Erasmus sorprendidos, mientras su madre reprochaba su decisión.
-Perdí un viaje tonto y gané al hombre de mi vida. No me arrepiento.
Casada y feliz se alejaba por la puerta de aquella famosa heladería.
–Creo que no cambiaría esto por nada.
Comentaba Pau, muy seguro de lo que decía.
-Yo tampoco.
Respondía Paula.
Y, es ahora, a cuatro días de acabar esta aventura, cuando recuerdo aquella anécdota.
Yo, como ella, tenía dudas. Volar a kilómetros de tu tierra firme da miedo, tristeza y, quizá soledad. Pero, siempre valió más un pájaro volando que ciento en la mano. Y, volé. Pero, también lo hizo el tiempo, pasó fugaz.
Aterrizamos con una maleta llena de ropa, de libros y una cámara. Tras cinco meses despegamos
con miles de aventuras (darán mucho que hablar),
nuevas ciudades (y pueblos),
un idioma
una cultura (unos cuantos kilos)
de fotografías (y postales)
formas de ver el mundo (y la vida)
inquietudes (que ni conocíamos)
sentimientos (inexplicables)
fiestas (y sin hígado)
Quitando complejos (borrando prejuicios)
Cantando a la libertad.
Momentos (lugares e instantes)
de magia.
Conociendo (y cambiando),
aprendiendo.
Llegamos solos y nos vamos cargados de personas. Con los que reíste, cantaste, viajaste,con los que perdiste algún que otro tren, con aquella que «te caía mal» y ahora no te ves sin ella.
Los del café a las cinco de la mañana y la pizza tras cada salida de discoteca. Con quien jugabas a las cartas. Y, con quien reflexionaste de la eternidad. Con el que te bebiste la vida, las copas y Bamboo entero. Con quien fotografió hasta el último día todos los momentos. Esa que te sacaba a bailar. El que te sonaba los mocos. La que te ponía retos estúpidos. Con Los fumaio y su felicidad continua, los «ponte pelo», las «tequila girls» y los turras ESN.
Con «mi favorita casa de locos»(mi pequeña gran familia) y el caos que la caracteriza.
Ángel y su jaula, y su tortilla, y su forma de hacerme reír de y ante los problemas.
Mi mujer avión, mi turris, mi mitad florentina, tan inevitable que te has convertido, en inefable.
Conseguimos hacer “hogar” a kilómetros de casa.
Lo que no sabía aquella chica cuando decidió vaciar su maleta es que se iba a perder la ciudad más bonita del mundo. Y, todo lo que eso conlleva.
Llegué a Florencia de casualidad. Nunca la busqué y, sin embargo, fue ella la que me (re)encontró.
Por eso, esto nunca fue una despedida, solo un nuevo comienzo.
¿Acaso había mejor lugar para florecer?
Sandra Lázaro