Eran las 15:35 en una plaza cercana al Pilar. Había salido el Sol y la ciudad de Zaragoza parecía querer bailar. Las terrazas estaban abarrotadas. El café volvía a derretirse en el hielo. En una larga mesa, una señora cumplía 82 años.

Entre risas, alboroto y alegría empezaba a desvanecer. El blanco iluminaba su rostro y caía.

Un niño, inocentemente, gritaba: “¡Ha muerto!”.

El tiempo parecía detenerse. La gente se acercaba. Móviles. Caos. 112.

Quince minutos después, cuando todos imaginaban lo peor, abría los ojos e incorporándose, aseguraba: “Estoy bien. Por favor, una copita de orujo”.

La fugacidad de la vida. El “aquí y ahora” en su máxima extensión y expresión. Mientras tanto, de fondo, aquel acordeón tocaba La Cumparsita. La familia volvía a reír, seguramente, su mejor concierto.

 

La música como un chispazo rompía con la rutina.

Y, por un breve momento, capturaba la felicidad [oculta en la simplicidad de los pequeños detalles]

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