Suspiré. Como buena joven, siempre llevé la utopía de salvar el mundo por bandera. Bueno, y, entre tantos libros encontré uno titulado: #Madresarrepentidas. «Oh, Dios mio! ¿Cómo una madre se va a arrepentir de su hijo?» pensé.
La Casa del Libro auguraba:
“#madresarrepentidas pone sobre la mesa algo de lo que apenas se habla: las muchas mujeres que, una vez han sido madres, no han encontrado la «profetizada» plenitud. Aman a sus hijos por a su vez no quieren ser madres de nadie. En este ensayo controvertido, tan minucioso como iluminador, la socióloga Orna Donath examina la dimensión del tabú, desactiva los dictados sociales y deja que sean las propias madres quienes hablen de sus experiencias.”
Pasé unos minutos recapacitando sobre aquellas palabras. Mientras tanto, abrí YouTube, uno de mis mejores vicios para la distracción. De repente, antes de reproducirse la nueva canción de “Glitch Gyals”, un anuncio de Clear Blue se proyectó en mi pantalla. Las cookies, inteligentes, como un silogismo aristotélico, habían deducido:
“Es mujer.
Está en época fértil.
Luego, puede ser madre.
Y, como la lógica no se equivoca (casi nunca): seguro que quiere serlo.”
“Déjà vu”. Ya lo había vivido antes. Aquella película de Disney me susurraba “busca un príncipe que te salve.” Así, pasé 13 años buscando al chico perfecto que me despertase de los sueños con un beso. Cambié el caballo blanco por el “Seat Ibiza” rojo y los versos de Bécquer por WhatsApps.
Finalmente, llegó alguien que me dio la mano y me dijo: “te quiero mucho.” Entonces, juntos, comprendimos que “quien bien te quiere te hará llorar.» Porque de eso iba el amor, ¿no? De poseer. De apropiar.
Y, claro, yo que era súper feminista reivindicaba por Facebook “destruyamos el canon de amor romántico.”
Pero, de eso iba la sociedad, ¿no? ¡¿NO?!
Llevaba toda mi vida dando por hecho que las enseñanzas de la sociedad eran las correctas. Eran las verdaderas. Me empapé de la cultura social. Me construí en proporción a ello. Casi me lo creí, pero, entre tanto y entre tantos, apareció Simone de Beavoir. Me salvó. Y coño. Si, coño. Empecé a desaprender.
Me reinvente. Tiré todos los pilares que sostenían mi filosofía por el retrete. Y, no. No quería novios, no quería hijos, no quería nada más que querer. Y, no mucho, no, quería querer bien.
-¿Y, a quién?
-Quiere, da igual a quien. ¿Qué coño importa?
Y, así, escribió la princesa que se convirtió en rana sin besar a ningún príncipe. (Y, aún así, se salvo.)